El anuncio presidencial sobre la adquisición de plantas de generación de electricidad a la empresa Iberdrola, presentado por López Obrador como una nueva nacionalización, no es precisamente lo que el presidente informó, pero sí pasará a la historia como otro de los grandes errores económicos de un gobierno que se inauguró empeñando a las generaciones del futuro, y atentando contra la salud de las finanzas públicas, cuando canceló el proyecto aeroportuario de Texcoco. Ahora, López Obrador cerrará su gestión con un nuevo compromiso, innecesario, inconveniente y nada rentable, para el erario nacional.
Detrás de la cancelación de Texcoco no había racionalidad económica ni justificaciones legales derivadas de actos de corrupción. Había solo una motivación política: hacer una demostración de poder a partir de una narrativa de combate a la corrupción que nunca pasó de las palabras, a un costo económico altísimo para las finanzas públicas por las indemnizaciones que el gobierno mexicano debió pagar.
Ahora, contra lo que el presidente informó, ni el gobierno mexicano ni CFE comprarán ninguna de las 13 plantas de Iberdrola. Sin embargo, sí serán uno el garante del pago a los españoles y, la otra, la empresa paraestatal, la nueva operadora de las instalaciones que vende el gigante ibérico.
El comprador de las plantas generadoras es un fondo de inversión privado llamado Mexico Infraestructure Partners (MIP). El papel del gobierno mexicano será doble: por un lado fungirá como garante del pago a Iberdrola vía el Fondo Nacional de Infraestructura y, por otro, a través de la CFE, será el nuevo operador de las plantas, con todo lo que eso implica.
La operación, según palabras del propio presidente López Obrador, ronda los 6 mil millones de dólares. El dinero saldrá, en apariencia porque nada está suficientemente claro, del fondo de inversión privado, no de las arcas nacionales, que solo serán garantes del pago. Ni el gobierno ni la CFE pagarán por las 13 plantas de Iberdrola y por lo tanto no serán los propietarios de esa infraestructura aunque sí la operarán. En esa condición, el erario no se verá afectado, al menos en principio. Por supuesto, todo lo anterior está sujeto a que esa compleja triangulación entre Iberdrola, MIP y el gobierno mexicano sea real y no una simple simulación, estilo Pidiregas, solo para evitar registrar un pasivo, como deuda pública, en las cuentas nacionales.
Si la información sobre la participación de PMI es real, no habría una segunda nacionalización de la industria eléctrica como presume el presidente, pues de un propietario privado español, las plantas pasarían a la propiedad de un fondo de inversión privado mexicano (MIP), pero privado a final de cuentas.
El detalle y una nueva cauda de dudas que surgen de la operación están, para empezar y para desgracia de las finanzas nacionales, en la operación de las centrales. MIP compra las plantas a Iberdrola y el gobierno mexicano avala (garantiza) la transacción, pero se compromete a operar las mismas plantas a través de la ineficiente y quebrada, Comisión Federal de Electricidad encabezada por Manuel Bartlett.
CFE ha registrado pérdidas netas durante tres años consecutivos. En 2020 perdió casi 86 mil millones de pesos, en 2021 perdió 106 mil millones y en 2022 perdió casi 40 mil millones. Este es el resultado, en pesos y centavos, del cambio de enfoque en la política eléctrica: cerrar el mercado eléctrico a la participación privada, impulsado por Bartlett y avalado por el presidente López Obrador.
Ahora CFE tendrá la responsabilidad de operar 13 nuevas plantas, compradas por MIP pero cuya producción será adquirida completamente por la misma CFE. Para el supuesto nuevo inversionista se trata de un negocio redondo, pues le compra fierros viejos, no inservibles, a Iberdrola y se los entrega en operación a CFE con la seguridad, bajo contrato, de que la propia paraestatal le comprará toda la electricidad, al costo que se genere, con una utilidad garantizada.
Según lo poco concreto que ha dicho el presidente López Obrador sobre una operación tan extraña que obliga a la suspicacia, las plantas serán operadas por CFE con personal que, de Iberdrola pasa ahora a la nómina de la CFE. ¿Significa eso que MIP compró los fierros a Iberdrola, pero CFE compró el pasivo laboral del mismo negocio? ¿Qué clase de negociación y acuerdo, de dudosa legalidad incluso, celebró Manuel Bartlett para hacerlo posible? ¿En donde se ha visto algo tan extraño como vender, por separado, la infraestructura física y el capital humano de un negocio? ¿Tiene CFE capacidad para absorber un aumento en su planta laboral de esas dimensiones? Los empleados de Iberdrola están satisfechos pasando a formar parte de CFE en lugar de ser empleados del fondo de inversión MIP? ¿O su opinión y sus derechos laborales no importan? ¿Hasta qué nivel alcanza la transferencia de la planta laboral de Iberdrola a CFE? ¿Los que eran directores de planta en Iberdrola, son ahora funcionarios o empleados de base de CFE? Demasiadas dudas, solo en la parte laboral, de una operación mucho más que oscura y, por lo mismo, inevitablemente sospechosa.
Más dudas: ¿Cómo se financiará la pérdida operativa de las nuevas plantas? Si CFE pierde dinero en las que ya opera y se encargará de operar las de MIP, es lógico pensar que esas plantas, que hoy generan utilidad bajo la administración de Iberdrola, empiecen a registrar pérdidas porque CFE no cambiará sus prácticas de la noche a la mañana. Si hoy genera electricidad cara, seguirá haciéndolo y, operando 13 plantas más, producirá más pérdidas.
Sólo hay dos formas de financiar esas pérdidas: mediante la inyección de recursos públicos, que serían parte del aval (garantía) gubernamental a la operación de compraventa entre Iberdrola y MIP, o mediante un ajuste de tarifas que traslade al consumidor final, hogares y negocios, el mayor costo de generación de electricidad, provocado por la administración y la visión, ineficiente y rebasada, de Manuel Bartlett.
Dentro de la poca información que ofreció sobre la operación, alguna bastante alejada de la realidad, el presidente señaló que con esta segunda nacionalización (no hay tal a menos que la participación de MIP sea una simulación) se evitaría un aumento de la tarifas eléctricas. López Obrador ha dicho eso mismo en diferentes ocasiones durante su sexenio, pero lo cierto es que, contra el discurso oficial, las tarifas eléctricas han aumentado gradualmente, por encima de la inflación, durante los últimos cuatro años. La razón del aumento tiene que ver con los altos costos de generación de electricidad con que opera CFE, por lo que esa vieja promesa renovada, tampoco tiene sustento en la realidad del actual gobierno.
Cualquiera que sea el caso, más transferencias de recursos a CFE para cubrir su nuevo déficit, o aumento de tarifas, el pueblo de México cargará con el costo de una decisión que solo aumenta el tamaño del elefante reumático llamado Comisión Federal de Electricidad, pero no eleva la capacidad de generación de electricidad del país porque esas plantas ya estaban en México y ya producían electricidad para el mercado mexicano.
En lugar de gastar recursos en controlar la generación, CFE bien podría invertir en transmisión y distribución, responsabilidades exclusivas de la paraestatal y en las que además, puede lograr utilidades porque compra electricidad barata a los generadores privados, para venderla con sobreprecio a los consumidores finales. Ese es un modelo sano de negocio y también necesario, pero a Bartlett no parece interesarle lograr llevar a la empresa, al menos a punto de equilibrio, sino hablar de soberanía energética, lo que sea que se quiera entender con ese concepto.
En la concepción echeverreista de la soberanía que apuntala el pensamiento político del presidente de México, no importa si la gasolina que se refine en Dos Bocas resulta más cara que la que se podría comprar en el extranjero, siempre que sea Pemex quien la refine. Igualmente, ahora tampoco importa si la electricidad que genera la CFE es más cara que la que le venden a la paraestatal los generadores privados. Lo importante es que sea CFE quien la genere, aunque para hacerlo se consuman, vía transferencias para mantener a flote a CFE, los recursos que el país podría destinar a salud, educación, infraestructura y hasta desarrollo social.
Esa visión compromete las finanzas públicas y la capacidad del gobierno para atender e incorporar al verdadero desarrollo, vía educación, a amplios sectores de la población que podrían escapar de la engañosa trampa del asistencialismo gubernamental.
Esa visión es también la que impide a muchos países lograr el crecimiento porque aleja la inversión privada en infraestructura, que genera empleo que a su vez posibilita el consumo y alienta la producción. Esa visión prevalece también porque en el gobierno no hay funcionarios que le digan no al presidente y se esfuercen por explicarle la realidad, pero también porque en la oposición no hay políticos que comprendan los problemas y expongan públicamente los costos de las malas decisiones económicas para el futuro del país.
Esa visión echeverreista, que enaltece la soberanía y desprecia las finanzas públicas sanas, no como un fin sino como una condición para impulsar el verdadero desarrollo, es la que gobierna hoy.