
Se cumple un año del injustificable ataque del grupo terrorista Hamás, del asesinato y secuestro de inocentes en Israel. Por todos lados llegan artículos, comentarios, memes, notas para recordar el acto terrorista y también, entre líneas, para justificar otro más: el genocidio y expulsión de cientos de miles de familias al eterno desamparo como un incidente del derecho a existir.
En esta lógica, mi sufrimiento y el de los míos, justifica el tuyo y el de quienes te rodean. Así la semilla que alimenta la eterna enemistad engendrada por el monoteísmo que decidió instalarse -casualmente- en una misma región del planeta y que ha hecho del rechazo a lo distinto y del dolor humano, una mercancía.
Es el teocrático mecanismo que construye con maestría los argumentos para defender la propia causa a pesar de que corra la sangre. Es quizá, la derrota de la sociedad organizada que optó por alejarse del Estado confesional.
Abominables siempre serán los actos terroristas de grupos como Hamás y Hezbollah, así como incuestionable es el derecho de Israel a defenderse. Sin embargo es imposible negar los excesos, la saña y la falta de rendición de cuentas ante las “víctimas colaterales” y las decenas de miles de familias que han quedado sin hogar y a las que se les ha arrancado el futuro. Lo que está ocurriendo con ellos, es igual de despreciable.
El júbilo desbordado que olvidó el daño a ciudadanos inocentes y aplaudió la hazaña en materia de inteligencia detrás de la explosión de los bipers, me exige ver con sospecha la corrección política que acompaña el reclamo público, cuando apuesta a que la solución está en derramar lágrimas para ambos bandos. El concepto de “daño colateral” está llamado a ser resignificado en el terreno de una responsabilidad moral y de serias consecuencias legales.
Quizá son tiempos de repensar las definiciones clásicas de los distintos tipos terrorismo y de regresar a la mesa de debate que las prácticas genocidas no tienen denominación de origen.
Tiempos también de revisar los efectos y eficacia como contra peso al poder, de la interpretación de las diásporas, de las cruzadas, de la inquisición, del holocausto, de las masacres de Amristar, Guajarat, Ruanda, Bosnia, La Cantuna, de la limpieza étnica del imperio Otomano en contra de los armenios y de tantas otras que en nombre de la amenaza que representa lo distinto, se instala y se perpetúa el ejercicio del poder que no reconoce límites.
La crisis humanitaria en Palestina y Líbano obliga a repensar las inclinaciones y las preferencias, a revisar los acicates de las referencias, a construir alegatos más desafiantes, alejados de la corrección política de quien se autocensura o toma partido, por que recibe un ingreso de alguna de las partes en disputa.
Toca poner en tela de juicio la información que se entrega a través del mensaje que se gesta en las redes sociales. El dato que éstas entregan dejó de ser información para convertirse ahora en caja de resonancia que refuerza las creencias de las audiencias a quienes se dirigen los mensajes.
El doble estándar de algunos medios de comunicación ha sido expuesto una vez más. Su compromiso con la causa humanista se desmorona como castillo de arena en una tormenta cuando sumamos el tiempo aire y la tinta derramada en las víctimas de cada causa. La interminable guerra mediática es quizá la dimensión más relevante, pues desde ahí se han estado difundiendo los parámetros culturales para interpretar este ancestral conflicto desde una óptica exclusivamente occidental.
Con lo ocurrido, el relato que soporta una sola víctima histórica se derrumba. Las marchas de jóvenes estudiantes en prácticamente todas las grandes universidades de los Estados Unidos dieron cuenta de ello. Sin embargo y de manera preocupante, se asoma la cabeza un antisemitismo revigorizado y también se refuerza una islamofobia que también sigue presente.
Esto ya dejó de ser una defensa por la idea de una civilización que encarna un particular estado nación y un estilo de vida al cual me inclino a favorecer. No obstante, no deja de inquietarme que todo el legado de hombres y mujeres de la talla de Spinoza, Cohen, Buber, la escuela de Frankfurt, el Círculo de Viena, Rosenzweig, Arendt, Derrida, Fromm, Finkielkraut, Leibowitz, Lévinas, Loewenstein, Weil y tantos otros, está siendo sistemáticamente anulado por la ambición de un hombre intoxicado por el poder y perseguido por la justicia de su país.
Las distintas editoriales del diario progresista israelí Haaretz, las numerosas marchas de protesta en Tel Aviv y en distintas ciudades, así como las opiniones de diversos actores como Ehud Olmert, ex-primer ministro israelí, no dejan lugar a dudas de que el actual primer ministro israelí, educado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, tiene una responsabilidad en todo el conflicto que no se puede pasar por alto.
La banalidad del mal, el término acuñado por la insuperable Hannah Arendt describe cómo dentro de un sistema político se trivializa el exterminio de personas. Testigo del juicio al criminal Adolf Eichmann, la filósofa que nace en una familia judía en Linden, Alemania, utilizó el concepto para explicar por qué las personas aparentemente normales se involucran en actos inhumanos y crueles.
Mucho me temo que el primer ministro israelí no cabe en esta categoría. La cantidad de poder que detenta lo exime de ser un ciudadano de a pie. Netanyahu no es el soldado raso que solo cumple órdenes o el burócrata en búsqueda de agradar a su superior.
Él, y sus cómplices que simpatizan con la extrema derecha, son la toma de decisiones del exterminio sistemático de familias inocentes cuyo único pecado es existir en la tierra de sus ancestros, como bien me hizo ver un respetado colega.