La llegada de Adán Augusto López Hernández a Gobernación fue solo el inicio de una reestructuración del equipo presidencial con un inocultable aroma sucesorio que tiene, además, el sello de la concepción lopezobradorista del poder, del sistema político y del país.
Al principio parecía una mala broma, pero conforme avanzan los días, son cada vez más los que le dan crédito a la posibilidad de que el verdadero delfín presidencial acabe de llegar al gabinete y también sea tabasqueño.
A mitad del sexenio, para nadie es un secreto la fijación del presidente por volver a los estilos, las formas y los usos del pasado echeverreista. Andrés Manuel López Obrador se formó y descubrió su vocación en esa época. Con su forma de actuar al frente del país, el presidente ha dejado perfectamente claro que aquel es el México que pretende recuperar en lo social, lo económico y por supuesto también en lo político.
Reconfigurar al gobierno para que no solo vigile transacciones y garantice legalidad de operaciones en un sistema de libre mercado, sino que intervenga en ese mercado para modular la competencia con controles de precios, empresas como Gas Bienestar y servicios monopolizados como los de la Comisión Federal de Electricidad, describe la concepción económica setentera del presidente, de un Estado que se siente llamado a domar al mercado.
Su política social se basa en establecer y otorgar subsidios generalizados para apoyar a grupos sociales con entregas directas de recursos en forma de becas universales, es decir para todos los que se anoten en un padrón nuevo, levantado por los Servidores de la Nación. Ese modelo, propio también de los años setenta, carece del rigor metodológico de los programas evaluados a través del cumplimiento de metas establecidas y cuantificables. Tampoco establece requisitos específicos de acceso al beneficio, que lo focalizan en lugar de generalizarlo, para evitar que lleguen a quienes no lo necesitan. Los instrumentos de medición y control de ese tipo, que institucionalizan los programas y ayudan a evitar su uso clientelar, son cosa del pasado neoliberal.
En lo político, el mejor reflejo del proyecto presidencial, aunque no el único, está en la pretensión de desmontar los organismos electorales para devolverle al gobierno la responsabilidad de organizar las elecciones, como ocurría en el México echeverreista.
La pretensión de poner al Legislativo y al Judicial a las órdenes del Ejecutivo, expresada en forma de recomendaciones de no mover ni una coma a las iniciativas enviadas por él, o agredir desacreditar a jueces, magistrados y ministros de la Corte cuando resuelven algo en contra de sus proyectos, como la Ley de la Industria Eléctrica, frenada por el juez Juan Pablo Gómez Fierro, es otro ejemplo de su preferencia por un sistema ultrapresidencialista, con todo y la restauración de aquellas facultades metaconstitucionales descritas por Jorge Carpizo.
En aquel viejo sistema el presidente era el gran árbitro que tenía la última palabra en toda disputa o gran decisión. Su operador nato, dotado de recursos políticos, policiacos, de investigación y económicos inmensos, sin contrapesos reales, era el Secretario de Gobernación. De ahí que Bucareli fuera trampolín natural de los candidatos presidenciales.
Aquel era un México concentrado en la estabilidad política porque tenía altas tasas de crecimiento económico. Era un México donde los militares estaban en sus cuarteles, ayudando en emergencias por desastres naturales y alejados de la política. Era un México con crimen organizado marginal y contenido. Era un México con gobernadores sometidos porque le debían la posición al presidente. Era un México con oposiciones testimoniales y sin posibilidades reales de luchar por el poder. Era un México con maestros y obreros controlados por grades centrales y sindicatos integrados al partido de Estado. Era un México que funcionaba a partir de un diseño institucional concebido para girar alrededor de la figura y voluntad presidenciales. Era un México que empezó a cambiar gradualmente a través de una sucesión de reformas políticas que inicio en 1963 y tuvo momentos culminantes en 1976 primero y en 1995 y 1996 después. Ese México dejó de existir cuando Ernesto Zedillo liquidó definitivamente la Presidencia Imperial al dotar de autonomía real a la Suprema Corte de Justicia y al Banco de México primero, y a sacar al gobierno de la organización electoral para entregarla a los partidos con el IFE después.
Hoy, la llegada de un hombre de todas las confianzas del presidente a la Secretaría de Gobernación, complementada con el nuevo escándalo, la represión a alcaldes opositores en la CDMX, que envuelve a Claudia Sheinbaum, obliga a pensar en la posibilidad de que el presidente inicie otro viaje al México del pasado para construir a su candidato del futuro hacia 2024.
El problema de ese proyecto es que México no es el de 1976 y la Secretaría de Gobernación de hoy no tiene, institucionalmente, los instrumentos de operación política que tuvo con titulares como Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, Mario Moya Palencia, Jesús Reyes Heroles, Manuel Bartlett o Fernando Gutiérrez Barrios.
Foto: Secretaría de Gobernación