En todos los conflictos existen las víctimas colaterales, aquellos diminutos personajes que, como dice la canción, la guerra les pisa fuerte la inocencia. Muertos y heridos por causa de la metralla y las bombas que no estaban destinadas a ellos pero que aun así, les dejan una terrible huella.
En el caso que voy a referir la víctima colateral es Simón Bolivar, un hombre con todos los claroscuros de muchos personajes históricos de su época, que fue el libertador de varios países de América del Sur y, además, uno de los primeros en pensar en una especie de mega-estado latinoamericano para hacer frente al monstruo del norte.
Como muchos otros prohombres del siglo XIX, ya se encontraba muy tranquilo en su altar, ocupando su escaño en la convención de la historia cuando, a mala hora, a un milico golpista, populista y fanfarrón llamado Hugo Chávez se le ocurrió traerlo de regreso a este circo al que llamamos política regional.
Como buen populista, Chávez necesitaba una imagen que lo legitimara y no tuvo sonrojo en tomar la de Simón Bolivar para darle al batiburrillo que llama ideología una capa de barniz histórico: creó el movimiento Bolivariano.
Desde entonces la palabra Bolivar y la imagen del libertador se ha transformado en un detonador que asusta por las pasiones que genera.
Visualicemos:
Aparece el presidente en uno de los salones de Palacio Nacional; de fondo a la izquierda se ve un cuadro con la imagen de Simón Bolivar.
―¡¡Pero cómo!!― Gritan de inmediato las tías católicas de tuiter; ―este malvado comunista, ateo y masón ya nos quiere transformar en una Venezuela… ¿Cómo osa colocar una imagen bolivariana en el sagrado templo del palacio mayor de México?
Aterrizan en la histeria a toda velocidad y ni se les ocurre investigar tantito para enterarse que en dicho salón hay varios cuadros, todos ellos representando héroes de la independencia del continente, incluso hay uno de George Washington. Todas esas imágenes llevan ahí décadas.
Por cierto, el bigotón del otro cuadro es José Martí, padre de la independencia cubana (no, no era comunista).
Ahora la cosa se pone peor.
El nuevo presidente de Colombia, Gustavo Petro, hace fiesta por su toma de posesión e invita a todo mundo al convivio; entre ellos se encuentra el muy estirado y muy conservador monarca español Felipe VI. Al nuevo presidente se le hace muy cool enseñarle a todo mundo la espada de Simón Bolivar, una especie de símbolo que por años se han peleado entre colombianos y venezolanos. Una santa reliquia que las malas lenguas dicen que es falsa (la verdadera ya se la robaron).
Cuando aparece el santo fetiche fálico todos los asistentes se ponen de pie, con un fervor republicano que ya quisiéramos que fuese cierto. Todos, menos el señor Borbón que, con un gesto de desprecio, permanece arrepatingado en su silla.
¡Las redes explotan!
La mal llamada izquierda lanza diatribas que nos recuerdan a los jacobinos franceses y exigen, de nuevo, la borbónica cabeza: “sepan que aquí no queremos monarcas” dicen, como si Felipillo estuviera pendiente de lo que escriben en ese marranero llamado tuiter.
¡Allons enfants de la Patrie!
La mal llamada derecha, ―que, por cierto, encuentra al monarca muy guapo―, no pierde momento para aseverar que el nuevo presidente es parte de ese malvado complot rojillo, comunista, anti-católico judeo-masón llamado bolivarianismo y casi podemos escuchar el sonido que hacen sus vestiduras la ser rasgadas ante las críticas al Borbón barbón (tenía años esperando para escribir eso).
Como todo lo que ocurre en este congal que algunos llaman cultura política: necesitamos el mínimo estímulo para tronar como chinampinas.
A mí me enseñaban canciones sobre Simón Bolivar en la escuela primaria y ¡era una escuela católica!
(También hay que decirlo, la escuela se llamaba Simón Bolivar, ¿eso me hace bolivariano?)
El caso es que, pobre Simón, a 192 años de su muerte, todavía no puede descansar en paz.