Cuenta por ahí una historia o especie de chiste, que leí alguna vez, sobre una mujer que se había exiliado de la Unión Soviética y que decidió regresar a su tierra para ahí pasar los últimos años de su vida.
Cuando llegó a la oficina para hacer el trámite, el funcionario comenzó a hacerle preguntas para llenar su expediente, entre ellas había varias relativas a la cuestión geográfica:
‒¿Lugar de nacimiento? ‒ preguntó el funcionario.
‒San Petersburgo.
‒¿Lugar desde el que salió del país?
‒Petrógrado.
‒¿Dónde quiere ubicarse?
‒Leningrado.
Las tres respuestas dan una idea de los cambios que sufrió la nomenclatura de una ciudad por razones políticas de diversas causas: desde el afán de quitarle connotaciones germanas hasta el cambio al nombre del santo soviético. Estos cambios representan algo que nos es muy común a los seres humanos: intentar cambiar la historia a costa de modificar la nomenclatura geográfica.
Los soviéticos fueron unos magos en el tema, por ejemplo, la ciudad que había sido conocida por siglos como Tsaritsyn, en 1925 fue rebautizada como Stalingrado en honor del tirano que gobernaba de manera absoluta la Unión Soviética, ahí se dio una de las más cruentas batallas de la Segunda Guerra Mundial; cuando vino el cambio de régimen y el “deshielo”, en un afán de borrar la atroz historia de Stalin, fue rebautizada como Volgógrado (la ciudad del Volga) por Nikita Jrushchov, aunque hasta la fecha hay quienes quieren volverle a poner el nombre más heroico de Stalingrado.
Nada más en Rusia y las repúblicas exsoviéticas existían 11 ciudades cuyo nombre se había modificado para incluir el “Stalin”, por no hablar de la infinidad de poblaciones renombradas en honor de algún héroe que hoy ya nadie se acuerda.
Y es que esos afanes revolucionarios pueden ser exagerados en ciertos momentos. Los revolucionarios franceses, que hicieron cosas brillantes como instituir el sistema métrico de pesas y medidas para así alejarse de los complicados sistemas tradicionales, que databan de siglos, trataron también de modificar el calendario instituyendo un esperpento que manejaba meses con tres semanas de diez días y en el que a final de año había que agregar los días sobrantes. Fue una forma de intentar meter el sistema decimal a como diera lugar; los días, por ejemplo, fueron divididos en diez horas de 100 minutos cada uno.
Ocurrió que la gente nunca se pudo adaptar y, a pesar de la insistencia revolucionaria, todo el asunto fue dejado por la paz 12 años después.
Por supuesto que en México no hemos sido inmunes a esa necesidad de pintar una raya y en diversas etapas de nuestra historia han ocurrido cambios de nomenclatura: a la soberbia Valladolid se le puso el revolucionario nombre de Morelia, en honor del libertador nacido en esta. Lo mismo pasó con muchísimas otras ciudades, como la capital de Tamaulipas, que pasó de Villa de Aguayo a Ciudad Victoria en honor al primer presidente de la república.
El poeta Juan José Arreola se quejaba que el nombre de su ciudad natal, Zapotlán el Grande, había sido cambiado para hacerle honor a un oscuro insurgente llamado Gordiano de Guzmán.
Después de la revolución fueron muchas las ciudades y pueblos que fueron renombrados; me llega mucho a la memoria uno de la sierra de Puebla, en este caso era mi padre el que se quejaba, al que le habían cambiado el nombre de “La Ceiba” por el de Villa Lázaro Cárdenas.
Es por todo esto que ahora llaman mi atención los intentos que se están realizando por cambiar y adaptar ciertos elementos de nuestra geografía y cultura en un afán, un tanto idiota, de establecer una separación de los regímenes del pasado.
El primero es la calle Puente de Alvarado, en el centro de la capital, que nuestra muy independiente regenta, acaba de renombrar como “Calzada México Tenochtitlan”.
¿La razón?
Reivindicar la memoria de los mexicanos “que fueron deliberadamente invisibilizados por las narrativas del sometimiento colonizador”. Estas hermosas palabras no son mías, son de la Comisión de Nomenclatura de la Ciudad de México.
Aunque no soy un radical en este tema, la verdad me gusta más Victoria que Villa de Aguayo, pienso que este tipo de acciones son simples desplantes para quedar bien con la gente. Una forma de hacer pensar al electorado que se están haciendo cosas cuando, en realidad, lo único que se hace es cambiar una placa.
Quisiera pararme en una esquina de la flamante Calzada México Tenochtitlan y preguntar a los transeúntes si saben quién fue Pedro de Alvarado y porqué merece todo nuestro desprecio. Estoy seguro de que muy pocos conocerán cuales fueron las malvadas acciones del güero al que los mexicas apodaron Tonatiuh.
Lo mismo ocurre con el “Árbol de la noche triste” (si a ese montón de madera podrida se le puede llamar árbol todavía); resulta que esa no fue una noche triste según la retórica de la actual administración, si no, una noche heroica en la que los españoles salieron huyendo de la ciudad con el rabo entre las patas para refugiarse en tierras tlaxcaltecas.
Fue una noche heroica y, por lo mismo, ahora se le refiere como la “Noche victoriosa”, nombre que también se le ha adjudicado a la plaza y al montón de astillas apolilladas que ahí se encuentra.
Bastó un cambio de placa para hacer noticia y salir a los medios, con cara de corrección política, a presumir que este gobierno “si hace cosas”.
Creo que, hasta el momento, el caso más triste es el del monumento a Colón. Aquí la gran diferencia es que la cancelación del descubridor genovés ya es un tema de niveles continentales por lo que, bajo el pretexto de “darle su manita”, se retiró la estatua de bronce ubicada en uno de los puntos más famosos de esta capital.
Dado el clima enrarecido y revanchista que vivimos, dudo mucho que volvamos a ver el monumento y es muy seguro que, con el pretexto del próximo quingentésimo aniversario de la caída de Tenochtitlan (el 13 de agosto de este año), pongan ahí algo relativo al evento y a la estatua de Don Cristóbal la manden al kilo cuando pase la camionetita con la grabación.
Así que ya lo sabes, una magnífica forma de salir en los periódicos y hacer pensar a la gente que se están haciendo cosas cuando en realidad no se hace nada, basta con cambiar de nombres y ubicaciones a lugares reconocidos.